Marcos 10:43-44
“Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos.”
Cuando tenemos la mente de Cristo, tenemos la mente de siervo. “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (v. 45). Incluso él. De eso se trata su reino, de sacrificio y de servicio, de dar y de compartir, de considerar las necesidades de otros por lo menos igual a, si no mayores que, las nuestras.
Sin embargo, Jesús nunca nos pidió que hiciéramos lo que surge naturalmente. La mente que él cultiva dentro de nosotros no tiene nada que ver con el logro egoísta.
Tendrá ímpetu y ambición, sin duda, pero no en la dirección en que alguna vez buscamos. No, nos consumirá la visión de una unidad celestial y nos daremos cuenta de que la única manera de alcanzarla es sirviendo.
No nos importará nuestra propia reputación tanto como la reputación del reino de Dios. En lugar de forjarnos un nombre para nosotros mismos, forjaremos un nombre para su reino y ese será un nombre humilde y de sacrificio.
Jesús sirvió a gente pecadora. Podríamos aprender de su ejemplo. De hecho, tenemos que hacerlo. Es una orden. No obstante, es una orden con una promesa inesperada: este servicio es grandeza en el reino de Dios. Así como el interés propio nos aleja de él y de los demás, el autosacrificio nos acerca a él. Nuestros dones y nuestros talentos llegan a ser herramientas útiles para el beneficio de otros.
La única vida que cuenta es la vida que cuesta.