2 Samuel 23:20
“Después, Benaía hijo de Joiada, hijo de un varón esforzado, grande en proezas, de Cabseel. Éste mató a dos leones de Moab; y él mismo descendió y mató a un león en medio de un foso cuando estaba nevando”
La Escritura no explica qué estaba haciendo Benaía ni a dónde iba cuando se cruzó con el león. No sabemos la hora del día ni su estado de ánimo. Pero las Escrituras revelan su reacción, la cual fue de valentía.
Ponte en el lugar de Benaía.
Tu visión se enturbia por la nieve que cae y tu aliento helado. Por el rabillo del ojo detectas un movimiento. Tus pupilas se dilatan. Los músculos se te contraen. La adrenalina bulle. Hay un león merodeando su presa: tú.
En la naturaleza, las escenas de hombre contra león siempre son iguales. El hombre corre, el león lo persigue, y el rey de la selva se almuerza un sándwich de hombre. Pero Benaía le da la voltereta al guion.
¡Eso es lo que hace la Unción que reposa sobre la valentía!
No sé si fue su mirada o la lanza que tenía en su mano, pero el león dio media vuelta y Benaía lo persigue.
Benaía rastrea las huellas de las patas felinas en la nieve recién caída, llegando finalmente al lugar donde el suelo ha cedido bajo el cuerpo de doscientos treinta kilos del león.
Unos ojos amarillos brillan desde el fondo del pozo. Benaía da un salto, desapareciendo en la oscuridad. Un rugido ensordecedor resuena entre las paredes de la caverna, seguido por un grito de guerra espeluznante.
Entonces se siente un silencio, el silencio de la muerte.
Tienes que perseguir un sueño que, sin la intervención divina, estaría destinado a fallar.
Un sueño tan grande que en tus fuerzas no podrías llevarlo.
Dios te da las fuerzas para Señalar, perseguir y destruir ese León que merodea tus tierras y te atemoriza.