Salmos 81:13-14
“!Oh, si me hubiera oído mi pueblo, si en mis caminos hubiera andado Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos, y vuelto mi mano contra sus adversarios.”
El aspecto más difícil de la vida cristiana es aprender a someterse a Dios en todas las cosas. Su yugo es fácil, pero recordar estar sujetos a Él es difícil.
Lo adoramos a Él por su bondad, le agradecemos su amor, prometemos ser sus discípulos y le pedimos su sabiduría. Mientras tanto, los aspectos prácticos de seguirlo son difíciles de captar.
Cuando se trata de tomar decisiones, todavía nos gusta nuestra independencia. ¿Qué es lo que tiene nuestra independencia que nos intriga tanto?
¿Por qué estamos tan cautivados por nuestro poder de tomar decisiones?
¿Por qué, incluso cuando sabemos que el sentido de autonomía es la especialidad de Satanás y la raíz de nuestro pecado, todavía insistimos en mantener pequeñas partes de ella en distintas esquinas de nuestra vida?
¿Por qué, cuando Dios nos dice una cosa y nuestros impulsos internos nos dicen otra, frecuentemente elegimos los impulsos?
¿Qué dice eso en cuanto a nuestra confianza en Dios? De eso trata la caída del hombre en el jardín de Edén: de no confiar en Dios y de buscar nuestros propios intereses. Y todavía de eso se trata el pecado.
Cuando elegimos nuestra propia voluntad y no la de Dios, no confiamos en Él sino en nosotros mismos. ¡Qué cosa más absurda! Olvidamos la enseñanza bíblica más básica de todas: la voluntad de Dios es lo mejor para nosotros.
La vida cristiana será una batalla hasta que sepamos profundamente en nuestro corazón que sus mandamientos incluso los más difíciles son, en última instancia, para nuestro beneficio.
Podemos estar seguros de que la mejor manera de velar por nuestros propios intereses es estar totalmente centrados en Dios. En esta paradoja se juntan la vida del Señor y la vida que busca sus propios intereses. O, como dijo Jesús: “Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará.” (Lucas 17:33). Nuestra felicidad es más profunda y más abundante cuando lo escuchamos a Él.
En ese sentido, es una acción muy gratificante renunciar a nuestra propia voluntad y someternos a la de Dios. La sumisión parece muy noble, pero tenemos mucho en juego con ella. Cuando lo servimos a él, nos servimos a nosotros mismos.
Cree eso de todo corazón y observa qué pasa. Si la voluntad de Dios es tu voluntad y si él siempre consigue lo que quiere (contigo), entonces tú también conseguirás siempre lo que quieres.